Hoy sabemos que existe una programación en el cerebro que nos predetermina a amar. Las primeras teorías sobre el vínculo fueron propuestas por Bowlby en su libro "apego separación y pérdida” en 1969. El autor introdujo el término impronta para aludir a un patrón comportamental del niño caracterizado por la tendencia innata a establecer un vínculo firme con un adulto durante la infancia.
En pleno siglo XXI, la investigación neurobiológica se centra cada vez más en poder localizar dónde se encuentra el amor en el cerebro. Algunos estudios como el que realizaron Larry y Young y que fue publicado en Nature en 1999, confirman que el amor es el resultado de cambios químicos en el cerebro existiendo una interrelación directa entre el estilo de vínculo y los niveles de oxitocina a nivel cerebral. Sin embargo, el amor es un sentimiento muy sofisticado en el que durante la fase de enamoramiento agudo, se produce una enorme supernova química. Habitualmente se desencadena un cascada de reacciones químicas debido a la liberación de multitud de sustancias entre las que figuran la norepinefrina, la dopamina, los opioides endógenos, la oxitocina y la vasopresina. Todo esto hace que en los momentos de intensa pasión exista una hiperactivación cerebral que algunos teóricos han equiparado al efecto de las drogas. Para muchos neurocientíficos y psiquiatras entre los cuales me incluyo, el enamoramiento constituye un estado de hiperactivación de grandes dimensiones en el que se la cascada neurohumoral libera una dosis muy elevada de dopamina, serotonina y opioides endógenos. Parece obvio que existe una clara interrelación entre el amor, la drogadicción y la dependencia emocional, porque el amor romántico activa un estado de bienestar tan intenso que puede ser equiparable al provocado por muchas sustancias psicoactivas ilícitas.